Recuerdo los despertadores a tempranas horas
de madrugada, que me sacaban del sueño y me activaban para un nuevo día
frenético, un no parar. Recuerdo no desayunar hasta llegar a la localización
que tocaba ese día y beber bastante café con algo sólido que comía para
mantener el tipo durante el porrón de horas que quedaban por delante. Antes de
salir de casa revisaba la orden de rodaje correspondiente y la relación de
transportes para saber a quién tendría que ir a buscar a primera hora. Luego
revisaba los diferentes viajes que tendría que dar como conductor el resto del
día, sabiendo que no serían los únicos que iba a dar a lo largo de la jornada.
Un día tocaría asistir a un hotel de 5 estrellas, otro a un cabo lleno de arena
y viento. Tres rodajes nocturnos fueron dedicados a una escena de tiroteo por
la noche, explosiones incluidas. Y ahí estaba yo, con mi coche y con oídos
alerta a cualquier orden que me llegase, dispuesto a cumplirla a toda
velocidad, aunque dicha orden me llegara a las siete de la mañana tras 13 horas
de trabajo.
Es lo que tiene firmar como Meritorio de
Producción. Te toca ponerlo absolutamente todo sobre la mesa, aunque sea poco.
Supongo que es así con cualquier puesto, pero en mi caso resultó toda un
revelación.
Cuando colgué el teléfono en octubre de 2013
tras una conversación con el que sería mi jefe, no
podía creerme lo que me estaba sucediendo. Estaba comenzando
segundo de carrera y ya tenía un trabajo temporal con una productora conocida.
Mi mente bullía con una mezcla miedo, excitación, alegría sin parangón y unas
ganas tremendas de gritarlo a los cuatro vientos (puede que para desahogarme
por el nerviosismo o simplemente para declarar la suerte que me había caído
encima). Decidí mantener un perfil bastante bajo al principio. Envié mi
currículum, seguí las instrucciones y dejé todo más o menos atado en la
Universidad antes de partir de vuelta a mi casa en Tenerife, para embarcarme en
mi primer trabajo en la industria cinematográfica.
¿Cómo resumir lo que es la vida en un set de
rodaje profesional? Creo que un símil es adecuado aquí: imaginemos una
máquina, una máquina cuya complejidad crece cuanto más dinero y
expectativas se invierten en la misma. Todos sus engranajes han de funcionar a
la perfección, coordinados y engrasados para que el producto final de la
máquina sea adecuado para ser tratado y enviado a los lugares donde se va a
vender. Esa máquina de la que hablo es el equipo de rodaje: decoradores,
carpinteros, artistas, maquilladoras, estilistas, conductores, electricistas,
maquinistas, operadores de cámara, de luces, oficinistas, responsables de
cásting y figuración, ayudantes de dirección, actores... Todos estos, muchos
más en la fase de postproducción (publicistas, maquetadores de carátulas y
carteles...) y los pesos pesados: los directores de cada departamento. Todos
conforman los engranajes de la máquina que crea una película.
Mi equipo era el de producción, al que yo
calificaría como el aceite que engrasa toda la maquinaria. Yo tenía un papel
muy pequeño en el equipo de Tenerife (habían más lugares donde se rodaría la
película). Era el yogurín, el principiante, un aprendiz, un novato... Muchas
veces me veía a mí mismo como un verdadero pringado. "¿Qué
pinto yo en medio de tanta responsabilidad, de tanto profesional?", me
preguntaba de vez en cuando. Pero no había mucho tiempo para la reflexión: el
equipo tenía dos semanas para rodar todas las escenas requeridas. Una tercera
semana estaba incluida en mi contrato para ayudar con la preproducción, semana
que consistía en constantes búsquedas de localizaciones y recursos para catorce
días de frenetismo puro y duro.
No mentiré: acabé agotado. Las jornadas solían tener alrededor de
12 horas de forma oficial, a las que se debería añadir hora y media entre pitos
y flautas. Al final mis jornadas rondaban las 13-14 horas de trabajo en los que
alternaba conducción, ayuda con el traslado de material, montaje del interior
de camiones, limpieza, vigilancia en rodajes nocturnos y coordinación de todo
el set con mis compañeros de producción, entre otras cosas. Recuerdo un rodaje
nocturno en el que el total de horas de trabajo ascendió a 18
horas. Tuve que parar en un pueblo de camino a mi casa para
echar el freno de mano, reclinar mi asiento y dormir un poco.
La satisfacción, sin embargo, era plena. y
haría cualquier cosa para colaborar y mejorar el resultado final del rodaje,
por muy poco que fuese. Estaba en mi terreno, a pesar de mis reducidas
responsabilidades, y cumplía con lo mandado, mantenía una sonrisa en la cara y
aprendía en medio de tanta velocidad. Aprecié el trabajo que exigía cada escena
por pequeña que fuera, y me descubría admirando a todos los profesionales
involucrados. Hablé con personas con las que nunca me habría imaginado
entablando conversación conmigo, hice amigos y descubrí el gozo que resulta el
estar compartiendo un objetivo con todo el mundo a pesar de las diferencias entre
departamentos. Lo que era nerviosismo, miedo y ansiedad por esta oportunidad
tan importante se convirtió en alegría y ánimo de superación constante. Sabía
que este era el primer ladrillo del edificio en que podría convertirse mi
carrera futura.
¿Qué más puedo decir sobre mi primer rodaje? Pones
tu vida en ello. Apenas tienes tiempo de leer qué pasa en el
mundo, y la semana no termina necesariamente el viernes. Recuerdo que no
deshice mi maleta hasta que pasó una semana, no tenía tiempo. Pones cada minuto
de tu quehacer diario en cumplir con tu horario, ser puntual y respetar la
jerarquía y el orden exigido. Para mí resultó un adiestramiento no solamente
profesional, sino también personal. Me entrené en los aspectos que me
convertirían en un buen profesional, me requirió mucho esfuerzo el adaptarme al
ritmo y no tuve pocos errores. De hecho, cada fallo me pesaba como una losa:
este trabajo merecía cada gota de sudor y al final el recuerdo de tu primer
rodaje es algo tan valioso como la primera obra de ficción que lleve tu nombre
impreso. Se mete bajo tu piel, te transforma y te da una nueva perspectiva de
la vida a nivel social y profesional.



